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REVISTA EDUCACIÓN SUPERIOR Y SOCIEDAD

2025, Vol.37 Nro. 1 (en. – jun.), 198-213

https://doi.org/10.54674/ess.v37i1.1043

e-ISSN:26107759

Recibido 2025-05-12Revisado 2025-06-17

Aceptado 2025-06-23Publicado 2025-06-30

 

 

Violencia de género en la universidad: el reto urgente de transformarse desde adentro

Gender-based violence in universities: the urgent challenge of transforming from within

 

Josefina Guzmán Acuña 1

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Blanca Lizbeth Inguanzo Arias 2

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Teresa de Jesús Guzmán Acuña 3

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1 y 3. Universidad Autónoma de Tamaulipas, Victoria, México.

2. Universidad de Guadalajara, Guadalajara, México.

 

 

RESUMEN

La violencia de género en el ámbito universitario representa un fenómeno complejo y persistente que interpela profundamente a las instituciones de educación superior. Más allá de su función formativa y de generación de conocimiento, las universidades se constituyen también como espacios de convivencia donde las relaciones de poder, las desigualdades estructurales y las formas de violencia pueden reproducirse de manera sutil o explícita. Este artículo aborda, por tanto, el desafío urgente de transformar las universidades desde su interior, reconociendo que la erradicación de la violencia de género implica una revisión profunda de las prácticas institucionales, de las culturas organizacionales y de los marcos simbólicos que perpetúan la desigualdad. A partir de un análisis crítico y multidisciplinario, se exploran los obstáculos, tensiones y oportunidades que enfrentan las universidades en su camino hacia una verdadera equidad de género. El análisis de la violencia de género en el ámbito universitario evidencia que no se trata de hechos aislados ni de simples desviaciones individuales, sino de un fenómeno estructural profundamente arraigado en las lógicas patriarcales que organizan el funcionamiento institucional. Pese a la implementación de protocolos y políticas institucionales, los avances han sido en gran medida insuficientes y, en algunos casos, simulados. Las medidas adoptadas tienden a centrarse en la gestión administrativa del conflicto y en la protección de la imagen institucional, más que en una transformación real de las estructuras que posibilitan la violencia. En este contexto, es urgente transitar de una respuesta meramente formal a una política de transformación estructural.

PALABRAS CLAVE: Violencia de género; universidad; política de transformación

Gender-based violence in universities: the urgent challenge of transforming from within

ABSTRACT

Gender-based violence in the university environment represents a complex and persistent phenomenon that deeply challenges higher education institutions. Beyond their formative and knowledge-generating function, universities are also spaces of coexistence where power relations, structural inequalities, and forms of violence can be subtly or explicitly reproduced. This article, therefore, addresses the urgent challenge of transforming universities from within, recognizing that the eradication of gender-based violence implies a profound revision of institutional practices, organizational cultures, and symbolic frameworks that perpetuate inequality. Based on a critical and multidisciplinary analysis, the obstacles, tensions, and opportunities faced by universities on their way to true gender equity are explored. The analysis of gender violence in the university environment shows that it is not a matter of isolated events or simple individual deviations, but a structural phenomenon deeply rooted in the patriarchal logics that organize institutional functioning. Despite the implementation of institutional protocols and policies, progress has been largely insufficient and, in some cases, simulated. The measures adopted tend to focus on the administrative management of the conflict and the protection of institutional image, rather than on a real transformation of the structures that make violence possible. In this context, it is urgent to move from a merely formal response to a policy of structural transformation.

KEYWORDS: Gender violence; university; transformational politics

Violência baseada em gênero nas universidades: o desafio urgente de transformar a partir de dentro

RESUMO

A violência baseada em gênero no ambiente universitário representa um fenômeno complexo e persistente que desafia profundamente as instituições de ensino superior. Além de sua função educacional e de geração de conhecimento, as universidades também são espaços de convivência em que as relações de poder, as desigualdades estruturais e as formas de violência podem ser reproduzidas de forma sutil ou explícita. Este artigo, portanto, aborda o desafio urgente de transformar as universidades a partir de dentro, reconhecendo que a erradicação da violência de gênero implica uma profunda revisão das práticas institucionais, das culturas organizacionais e das estruturas simbólicas que perpetuam a desigualdade. Com base em uma análise crítica e multidisciplinar, ele explora os obstáculos, as tensões e as oportunidades enfrentadas pelas universidades em seu caminho para a verdadeira igualdade de gênero. A análise da violência de gênero no ambiente universitário mostra que não se trata de eventos isolados ou simples desvios individuais, mas de um fenômeno estrutural profundamente enraizado nas lógicas patriarcais que organizam o funcionamento institucional. Apesar da implementação de protocolos e políticas institucionais, o progresso tem sido em grande parte insuficiente e, em alguns casos, simulado. As medidas adotadas tendem a se concentrar no gerenciamento administrativo do conflito e na proteção da imagem institucional, e não em uma transformação real das estruturas que possibilitam a violência. Nesse contexto, há uma necessidade urgente de passar de uma resposta meramente formal para uma política de transformação estrutural.

PALAVRAS-CHAVE: Violência baseada em gênero; universidade; política de transformação

La violence sexiste dans les universités : le défi urgent d'une transformation de l'intérieur

RÉSUMÉ

La violence à caractère sexiste dans l'environnement universitaire représente un phénomène complexe et persistant qui remet profondément en question les établissements d'enseignement supérieur. Au-delà de leur fonction éducative et de production de connaissances, les universités sont également des espaces de coexistence où les relations de pouvoir, les inégalités structurelles et les formes de violence peuvent être reproduites de manière subtile ou explicite. Cet article aborde donc le défi urgent de transformer les universités de l'intérieur, en reconnaissant que l'éradication de la violence fondée sur le genre implique une révision profonde des pratiques institutionnelles, des cultures organisationnelles et des cadres symboliques qui perpétuent l'inégalité. Sur la base d'une analyse critique et multidisciplinaire, il explore les obstacles, les tensions et les opportunités auxquels sont confrontées les universités sur la voie d'une véritable égalité entre les femmes et les hommes. L'analyse de la violence fondée sur le genre dans le milieu universitaire montre qu'il ne s'agit pas d'événements isolés ou de simples déviations individuelles, mais d'un phénomène structurel profondément ancré dans les logiques patriarcales qui organisent le fonctionnement institutionnel. Malgré la mise en œuvre de protocoles et de politiques institutionnelles, les progrès ont été largement insuffisants et, dans certains cas, simulés. Les mesures adoptées tendent à se concentrer sur la gestion administrative du conflit et la protection de l'image institutionnelle, plutôt que sur une véritable transformation des structures qui rendent la violence possible. Dans ce contexte, il est urgent de passer d'une réponse purement formelle à une politique de transformation structurelle.

MOTS CLÉS : Violence fondée sur le genre ; université ; politique de transformation

 

 

1.   INTRODUCCIÓN

La violencia de género en el ámbito universitario representa un fenómeno complejo y persistente que interpela profundamente a las instituciones de educación superior. Más allá de su función formativa y de generación de conocimiento, las universidades se constituyen también como espacios de convivencia donde las relaciones de poder, las desigualdades estructurales y las formas de violencia pueden reproducirse de manera sutil o explícita (Bourdieu, 2000; Segato, 2016).

Numerosos estudios han evidenciado que las universidades no son inmunes a las dinámicas patriarcales de la sociedad en la que están insertas. Por el contrario, muchas veces actúan como reproductoras de dichas dinámicas, al invisibilizar o minimizar las denuncias de acoso, abuso o discriminación de género (Lamas, 2020; Varela, 2020). Segato (2016) sostiene que la violencia de género es una manifestación del poder que busca disciplinar los cuerpos y las subjetividades, y que se perpetúa cuando las instituciones fallan en desarticular los mandatos culturales que la sostienen.

En los últimos años, muchos estudios han dado cuenta de cómo estas dinámicas se insertan y persisten en instituciones de educación superior. Algunos estudios como el titulado "La universidad como espacio de reproducción de la violencia de género. Un estudio de caso en la Universidad Autónoma Chapingo, México" (Castro y Vázquez, 2008), constituyen una valiosa aproximación. La investigación parte del análisis de trayectorias sociales de alumnas con el propósito de evidenciar cómo muchas de ellas ya han experimentado diversas formas de violencia antes de su ingreso a la universidad, lo cual incrementa su vulnerabilidad una vez dentro del espacio académico. Lo interesante de este trabajo es que surge de biografías que originalmente no tenían como objetivo abordar la violencia, pero que al ser revisadas revelaron patrones reiterados de victimización. El aporte central del estudio radica en demostrar el vínculo entre las historias de vida de las estudiantes y los mecanismos institucionales que perpetúan, a través de la omisión o la permisividad, la violencia de género en el ámbito universitario. Este enfoque permite problematizar la universidad no solo como reproductora de saberes, sino también como un espacio donde se encarnan y legitiman relaciones de poder desiguales.

Por su parte, Mingo y Moreno (2015) en su artículo "El ocioso intento de tapar el sol con un dedo: violencia de género en la universidad", profundizan en la forma en que se normalizan y reproducen prácticas violentas al interior de las universidades. A través de una mirada sociológica, las autoras argumentan que estas formas de violencia no son incidentes aislados, sino que se encuentran estrechamente vinculadas con la complejidad de las relaciones sociales que se establecen entre mujeres y hombres en el entorno académico, relaciones que a menudo se caracterizan por asimetrías tanto simbólicas como prácticas. El estudio se apoya en relatos recogidos en seis grupos de discusión realizados en tres facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde participaron tanto estudiantes hombres como mujeres (Agoff y Mingo, 2010).

Los hallazgos revelan que el acoso sexual, especialmente el perpetrado por docentes hacia sus alumnas, es una práctica frecuente y naturalizada. Además, se advierte que los mecanismos institucionales de denuncia resultan ineficaces, lo que favorece la impunidad de los agresores y reproduce un ambiente de tolerancia hacia estas conductas. Las autoras señalan: “La iniciativa de denunciar el sexismo se enfrenta, en todas las instancias, con obstáculos que forman parte de la estructura interna del orden de género: el sexismo contiene en sí mismo los mecanismos de su propia reproducción” (Agoff y Mingo, 2010, p. 153).

En la misma línea, Barreto (2017) en su artículo "Violencia de género y denuncia pública en la universidad", aborda un aspecto clave en el abordaje del problema: la denuncia como acto político y herramienta de visibilización. El trabajo analiza las manifestaciones públicas de denuncia realizadas por estudiantes de la UNAM entre 2011 y 2014, subrayando que, ante la ausencia de mecanismos institucionales eficaces para atender la violencia de género, las víctimas recurren a la exposición pública como una forma de búsqueda de justicia y reparación simbólica. El estudio concluye que estas denuncias funcionan como una estrategia de resistencia frente al silencio institucional y permiten señalar las fallas estructurales en el abordaje del problema. Aunque en 2016 la UNAM implementó un protocolo para la atención de casos de violencia de género (UNAM, 2016), el artículo señala que este constituye solo un paso inicial en el largo camino hacia una transformación institucional efectiva, dado que la violencia persiste como un fenómeno estructural y sistemático.

Estos estudios permiten afirmar que la universidad, lejos de ser un espacio neutral, actúa muchas veces como reproductora de relaciones patriarcales, en tanto que las estructuras de poder y los marcos normativos continúan siendo insuficientes para garantizar la seguridad, la equidad y la dignidad de las mujeres en el entorno académico.

En este contexto, la transformación institucional no puede limitarse a la implementación de protocolos o medidas reactivas. Como advierte Scott (1986), es necesario problematizar cómo se construyen las categorías de género en los espacios académicos y cómo estas configuran relaciones de poder dentro de las estructuras universitarias. A su vez, la perspectiva de la transversalización del enfoque de género, tal como lo proponen organismos como la UNESCO (2016), exige repensar los contenidos curriculares, las prácticas pedagógicas, las políticas de acceso y permanencia, y los mecanismos de resolución de conflictos.

Este artículo aborda, por tanto, el desafío urgente de transformar las universidades desde su interior, reconociendo que la erradicación de la violencia de género implica una revisión profunda de las prácticas institucionales, de las culturas organizacionales y de los marcos simbólicos que perpetúan la desigualdad. A partir de un análisis crítico y multidisciplinario, se exploran los obstáculos, tensiones y oportunidades que enfrentan las universidades en su camino hacia una verdadera equidad de género.

Para el logro de este objetivo se recurrió a un enfoque cualitativo a través de la técnica de investigación documental, de acuerdo a Arias-Odón (2023):

…la investigación documental se ha definido como un proceso dirigido a la búsqueda de nuevos conocimientos mediante la recuperación, análisis e interpretación de datos secundarios, es decir, los obtenidos y publicados por otros investigadores o instituciones científicas en fuentes documentales: impresas, audiovisuales o electrónicas. (p.12)

Para Marcelino et al. (2024), la investigación documental no es solamente una búsqueda de documentos y extracción de ideas, sino que es la construcción y representación del conocimiento de una forma distinta que permita generar un nuevo documento, encontrando lo que no es evidente o puede tener una nueva interpretación. Es, por lo tanto, un procedimiento sistemático de revisión de documentos escritos que busca generar nueva información y encontrar respuestas a interrogantes de forma coherente y argumentada.

Desde esta perspectiva, el alcance del presente trabajo permite analizar, desde un enfoque crítico, la problemática de la violencia de género en el ámbito universitario. A partir de dicho análisis, se busca proponer acciones concretas orientadas a fortalecer las capacidades institucionales para prevenir, atender y sancionar de manera más eficaz las manifestaciones de violencia de género dentro de las universidades.

1.1.   La violencia de género como fenómeno estructural  

La violencia de género no puede ser comprendida únicamente como una serie de actos individuales o casos aislados de agresión, sino que debe ser analizada como un fenómeno estructural profundamente enraizado en las dinámicas de poder, las jerarquías sociales y los sistemas simbólicos que sostienen la desigualdad. Esta perspectiva reconoce que la violencia contra las mujeres y las disidencias no es un accidente ni una desviación, sino una manifestación sistemática de relaciones sociales que privilegian lo masculino en detrimento de lo femenino, en todos los ámbitos, incluyendo el educativo.

Desde este enfoque, la violencia de género trasciende el ámbito privado o interpersonal para instalarse como un mecanismo que reproduce y legitima la subordinación, operando tanto a través de prácticas explícitas (acoso, agresiones, discriminación) como de formas simbólicas y normalizadas (estereotipos, silencios institucionales, negación del problema).

En contextos universitarios, estas manifestaciones adoptan características particulares, se entrelazan con las relaciones jerárquicas entre docentes y estudiantes, con la organización vertical del saber académico y con una cultura institucional que muchas veces privilegia el prestigio institucional por encima de los derechos de las víctimas.

El carácter estructural de la violencia implica, por tanto, que no basta con sancionar casos individuales: se requiere una transformación profunda de las condiciones sociales, culturales y organizativas que la hacen posible y tolerable. Esta mirada permite avanzar hacia un análisis más integral, que no se limite a medidas reactivas, sino que promueva procesos sostenidos de cambio institucional.

La violencia estructural constituye una forma insidiosa de dominación social que se manifiesta cuando las condiciones de desigualdad, explotación y marginación son incorporadas como parte del funcionamiento habitual de las instituciones y la vida cotidiana. No requiere de un agresor visible o un acto explícito de violencia para producir daño; opera a través de mecanismos sociales, económicos y simbólicos que reproducen jerarquías entre grupos diferenciados por género, clase, etnia, edad o nacionalidad (Galtung, 1996).

En este sentido, se trata de una violencia “silenciosa” pero profundamente eficaz, pues su normalización impide que sea reconocida como tal. Así señalan La Parra y Tortosa (2003), esta forma de violencia se manifiesta cuando el acceso a los recursos materiales o simbólicos se resuelve sistemáticamente en favor de un grupo social, en detrimento de otro, a través de mecanismos de estratificación social profundamente enraizados.

La antropóloga Rita Laura Segato ha desarrollado un marco teórico fundamental para comprender la violencia de género desde una perspectiva estructural y crítica. En su obra La guerra contra las mujeres (Segato, 2016), propone que la violencia no debe entenderse únicamente como un ejercicio de poder individual, sino como una “pedagogía de la crueldad” que busca imponer y reproducir un orden jerárquico de género. Según la autora, “la violencia no se ejerce tanto para obtener placer, lucro o beneficio, sino para producir y reproducir un orden” (Segato, 2016, p. 25). La violencia, en este sentido, no es solo destructiva, sino también performativa: educa, disciplina y transmite un mensaje social sobre lo que puede o no puede producir cada cuerpo.

Segato argumenta que los actos de violencia contra las mujeres —ya sean físicos, sexuales o simbólicos— cumplen una función de advertencia colectiva. “Cada acto de violación o de feminicidio tiene una audiencia, comunica un mensaje, y ese mensaje tiene que ver con el lugar que deben ocupar las mujeres en la estructura jerárquica de género” (Segato, 2016, p. 47).

Son expresiones de dominio que refuerzan el control masculino no solo sobre las víctimas directas, sino también sobre la comunidad en su conjunto. Esta lógica es especialmente evidente en instituciones como la universidad, donde el prestigio, la autoridad y la verticalidad de las relaciones pueden operar como dispositivos que encubren o minimizan los abusos. Aplicar la mirada de Segato (2016) al ámbito universitario implica reconocer que la violencia de género no es una desviación del funcionamiento institucional, sino que muchas veces parte de su misma lógica de poder. Como ella misma señala: “La estructura patriarcal no ha desaparecido; ha mutado y se ha sofisticado en formas institucionales modernas que camuflan su violencia bajo el ropaje de la legitimidad” (Segato, 2016, p. 58).

Por ello, la lucha contra la violencia debe apuntar a desmantelar las estructuras simbólicas y culturales que la sustentan, lo cual exige revisar no solo los protocolos, sino también los imaginarios, valores y prácticas que rigen la vida universitaria.

Esta violencia estructural atraviesa la vida de las mujeres desde edades tempranas, de forma casi invisible, naturalizándose en múltiples espacios: el hogar, la escuela, la Iglesia, la comunidad y, de manera especialmente compleja, en instituciones de prestigio como la universidad. Uno de los efectos más graves de esta normalización es que muchas de sus expresiones pasan inadvertidas, incluso para quienes las experimentan o reproducen. De este modo, las mujeres pueden llegar a replicar, sin conciencia de ello, las lógicas de poder y sometimiento que las oprimen, convirtiéndose en coadyuvantes o agentes culturales de violencia (Segato, 2016).

Este fenómeno ocurre, por ejemplo, en la socialización de hijos e hijas, en la aceptación de roles de género rígidos o en la reproducción de normas que legitiman el castigo o el silencio frente a los abusos. Las historias de vida, marcadas por la internalización de valores patriarcales, contribuyen a que la violencia se perpetúe no solo desde el poder institucional o masculino, sino también desde prácticas comunitarias o familiares ejercidas por mujeres que han sido socializadas en la desigualdad.

1.2.   El orden de género en las universidades: reproducción, jerarquías y desafíos 

Las universidades, tradicionalmente concebidas como espacios neutrales dedicados al saber y la formación de ciudadanía crítica, no escapan a las lógicas de desigualdad y dominación que estructuran la sociedad. Lejos de ser ámbitos aislados de los sistemas de poder, las instituciones de educación superior reproducen activamente un orden de género que se manifiesta tanto en su estructura organizativa como en sus prácticas cotidianas. La socióloga Ana Buquet ha sido una de las principales investigadoras en documentar y analizar cómo se configura y sostiene este orden al interior de las universidades mexicanas, ofreciendo una mirada crítica y profundamente necesaria.

Buquet (2011) define el orden de género universitario como un entramado de normas, representaciones, relaciones y prácticas que distribuyen simbólicamente el poder y el prestigio en función del género, colocando históricamente a los hombres en posiciones de autoridad, producción de conocimiento y toma de decisiones, mientras que las mujeres han sido relegadas a roles subordinados, invisibilizados o de soporte. Este orden no es explícito ni siempre intencionado, pero está naturalizado en la cultura institucional, en las relaciones jerárquicas entre docentes y estudiantes, en la conformación de los cuerpos colegiados, en la elección de autoridades, en la producción académica y en la asignación de recursos.

Según Buquet (2011), este sistema se sostiene mediante mecanismos de exclusión simbólica y material, que van desde la segregación vertical —la menor presencia de mujeres en cargos de alta dirección académica— hasta la segregación horizontal —la sobrerrepresentación femenina en ciertas áreas consideradas “femeninas” como educación, psicología o enfermería, y su subrepresentación en áreas tecnológicas o científicas de alto prestigio—. A ello se suma el escaso reconocimiento del trabajo de cuidado, la docencia y la gestión —ámbitos frecuentemente asignados a mujeres— frente al trabajo de investigación, que suele concentrar el capital simbólico y material.

Uno de los aspectos más alarmantes que señala Buquet (2011) es la normalización de la violencia de género en el entorno universitario, especialmente el acoso sexual y el hostigamiento por parte de profesores, directivos o compañeros. Esta violencia se encuentra muchas veces encubierta por una cultura de silencio, temor a la denuncia y falta de mecanismos institucionales eficaces. Aun cuando existen protocolos, como los creados en universidades como la UNAM, estos suelen ser insuficientes frente a estructuras que continúan reproduciendo desigualdad y tolerancia hacia el abuso.

En este sentido, el análisis de Buquet (2011) permite comprender que el problema de la violencia de género en las universidades no es un conjunto de hechos aislados, sino parte de un entramado más profundo, un orden de género que regula quién puede ejercer autoridad, quién tiene derecho a la palabra, quién accede a los recursos y quién es creíble ante una denuncia. Este orden se reproduce cotidianamente no solamente a través de políticas formales, sino mediante microprácticas, interacciones cotidianas, códigos institucionales y modos de socialización que moldean expectativas, comportamientos y trayectorias académicas diferenciadas por género.

Superar este orden de género exige, como plantea la propia Buquet (2016), una transformación profunda de la cultura institucional, que no se limite a la inclusión de mujeres en cargos o espacios tradicionalmente masculinos, sino que cuestione las bases patriarcales del conocimiento, los criterios de excelencia y las formas de organización del poder en la universidad. Se trata de politizar el espacio académico, visibilizar las jerarquías de género como problema estructural y construir nuevas formas de convivencia, participación y reconocimiento.

2.     PROTOCOLOS Y MEDIDAS INSTITUCIONALES: ENTRE LA INTENCIÓN Y LA INEFICACIA

Durante la última década, muchas universidades mexicanas han implementado protocolos y mecanismos institucionales para prevenir, atender y sancionar la violencia de género en el ámbito universitario. Estas acciones han surgido, en parte, como respuesta a la creciente presión de movimientos feministas estudiantiles y a la visibilización pública de numerosos casos de acoso, hostigamiento y violencia sexual dentro de los campus. Sin embargo, a pesar de la creación de normativas, unidades de género y líneas de acción institucionales, persisten serias deficiencias que cuestionan su eficacia y revelan un desfase entre el discurso institucional y las prácticas reales.

Los protocolos de atención, si bien representan un avance formal, suelen adolecer de una aplicación fragmentaria, poco difundida y escasamente vinculante. En muchos casos, las instancias encargadas carecen de autonomía real, presupuesto suficiente y personal capacitado con perspectiva de género, lo que deriva en procesos lentos, revictimizantes y con escasas sanciones efectivas para los agresores (Barreto, 2017).

En palabras de Buquet (2016), la universidad no solo es un espacio que reproduce el orden de género tradicional, sino que además tiende a proteger sus estructuras jerárquicas y simbólicas, dificultando el acceso a la justicia para las víctimas de violencia. Así, los protocolos se convierten, en ocasiones, en mecanismos que legitiman la inacción o encubren simbólicamente la falta de voluntad institucional.

Además, diversas investigaciones han evidenciado que la cultura organizacional universitaria, impregnada de relaciones de poder asimétricas y lógicas patriarcales, obstaculiza la denuncia y el acompañamiento efectivo. Tal como señalan Mingo y Moreno (2015), los marcos institucionales suelen centrarse en lo legal o normativo, sin cuestionar los imaginarios ni las dinámicas cotidianas que naturalizan el sexismo, el abuso de poder y el silenciamiento de las víctimas. El temor a represalias académicas o laborales, el descrédito de las denunciantes y la falta de protección efectiva refuerzan el círculo de impunidad.

Por otra parte, la dependencia jerárquica entre estudiantes y docentes o entre el personal administrativo y autoridades académicas profundiza la desigualdad estructural. En muchos casos, las personas agresoras ocupan cargos de poder o gozan de reconocimiento institucional, lo que les permite eludir las consecuencias de sus actos. Esta situación genera desconfianza y deslegitimación de los mecanismos institucionales entre la comunidad universitaria, sobre todo entre las mujeres jóvenes (UNAM, 2016; Castro y Vázquez, 2008).

La implementación de protocolos, entonces, no puede entenderse como una solución final, sino como parte de un proceso más amplio de transformación cultural e institucional. Como apunta Segato (2016), la violencia de género debe ser leída como una pedagogía del poder que se transmite y reproduce desde las estructuras mismas de la autoridad. Por lo tanto, desmantelar dicha lógica requiere no solo normas y reglamentos, sino una profunda revisión crítica del orden simbólico, de las prácticas cotidianas y de la manera en que se construyen y ejercen los roles de género dentro de la universidad.

2.1. Persistencia de la impunidad: los límites de los protocolos frente al poder patriarcal

Aunque en apariencia los protocolos universitarios representan una respuesta institucional al problema de la violencia de género, en la práctica muchas veces operan como mecanismos simbólicos de contención y no como instrumentos efectivos de transformación. El problema de fondo no radica solo en su diseño, sino en el hecho de que su implementación se encuentra condicionada por las estructuras de poder patriarcales que prevalecen en las universidades.

Como lo advierte Buquet (2016), estos instrumentos normativos se despliegan en espacios donde rige un “orden de género” que reproduce de manera constante la desigualdad, el silencio y la subordinación femenina. En otras palabras, la universidad regula, pero no transforma.

Uno de los elementos más críticos es la cooptación institucional del discurso feminista, que es transformado en un conjunto de políticas superficiales, guiadas más por la lógica de la imagen pública y el cumplimiento burocrático que por una convicción real de cambio. Se produce lo que Segato (2016) llamaría una “ficción de respuesta”; las universidades adoptan protocolos para demostrar que actúan frente al problema, pero sin tocar las raíces estructurales de la violencia. El resultado es una gestión tecnocrática del conflicto que despolitiza las demandas y reduce el problema a cuestiones administrativas.

Un estudio realizado por Ortiz et al. (2022) revisando los protocolos de 56 IES públicas y privadas de México, presentó sus resultados, afirmando la necesidad de fortalecer el tratamiento de casos desde la legalidad, respetando el principio pro-persona, el respeto a la presunción de inocencia, la debida diligencia y la relación con instituciones externas.

Es fundamental señalar que existen pocos trabajos de análisis de protocolos y su efectividad en IES mexicanas, muchos datan de 2020 al 2022; sin embargo, los cambios en la Ley y las dimensiones de la problemática después de la pandemia de COVID-19, han modificado varios de los protocolos, algunos han sido actualizados y cuantiosos otros por su reciente aprobación, todavía no han sido sometidos a un análisis de su efectividad.

De los resultados de estas investigaciones, es posible afirmar que un gran número de protocolos carece de una perspectiva interseccional. Las formas de violencia que viven las mujeres indígenas, las estudiantes de sectores populares o las personas LGBTQ+ dentro de la universidad suelen quedar invisibilizadas en marcos normativos homogéneos que no reconocen cómo se entrelazan el género, la raza, la clase y la orientación sexual en la configuración de las violencias. Esta ceguera institucional reproduce el privilegio blanco, heteronormado y de clase media que históricamente ha dominado el espacio universitario (Crenshaw, 1991).

A esto se suma el hecho de que las comisiones o unidades encargadas de aplicar los protocolos están, con frecuencia, integradas por personas sin formación especializada o, peor aún, sin compromiso ético-político con la erradicación de la violencia. En muchos casos, las mismas autoridades que reproducen prácticas machistas son quienes supervisan su aplicación, generando un claro conflicto de interés. La lógica jerárquica y vertical de la universidad refuerza la opacidad y dificulta el acceso a la justicia. Tal como señala Barreto (2017), “las universidades castigan con dureza a quienes cuestionan el poder, pero son indulgentes con quienes lo ejercen con violencia”.

Además, la desconfianza hacia las vías institucionales ha generado una fuerte resistencia desde los movimientos feministas estudiantiles, que han articulado formas propias de justicia feminista. Las denuncias públicas, los tendederos, los escraches y las tomas de edificios universitarios no son solo formas de protesta, sino también estrategias de autodefensa frente a la inoperancia y la simulación institucional. Estas acciones, lejos de ser “radicales” en el sentido peyorativo que muchas autoridades les atribuyen, constituyen respuestas legítimas a un sistema que ha fallado sistemáticamente en proteger a las víctimas y en sancionar a los agresores (Varela, 2020).

En definitiva, mientras no se cuestionen profundamente las relaciones de poder que estructuran la universidad —y no solo se modifiquen sus reglamentos—, los protocolos seguirán siendo parches sobre una herida abierta. La erradicación de la violencia de género requiere no solo normativas bien escritas, sino una transformación radical de las subjetividades, los valores institucionales, los procesos pedagógicos y la distribución del poder. Como plantea Segato (2016), no basta con que las universidades tengan “protocolos”; deben desmantelar las lógicas patriarcales que las habitan.

Aunque el abordaje de este trabajo es en IES mexicanas, no excluye un problema que se presenta a nivel global. Diferentes investigaciones dan cuenta de esto. Al respecto, está el estudio realizado por Humbert y Strid (2024) en relación con la denuncia de incidentes de violencia de género con consecuencias académicas adversas y la desconfianza hacia la respuesta institucional dentro de las instituciones académicas. El trabajo fue realizado en 46 organizaciones de investigación ubicadas en 15 países europeos. Las investigadoras cuestionan si las IES han adoptado medidas para conformarse, utilizando el concepto de Powell y DiMaggio (1991, como se citó en Humbert & Strid, 2024) isomorfismo mimético, sin en realidad abordar eficazmente los problemas de raíz. 

Solo el 12,5% de las personas encuestadas, que declararon haber sufrido al menos uno de los incidentes de violencia de género, denunciaron alguno de estos incidentes. La probabilidad de que los estudiantes declararan (7,1%) era mucho menor que la del personal (19,6% para el personal académico y 26,9% para el personal profesional y administrativo), especialmente entre los estudiantes de licenciatura o máster (p < 0,01).

Los niveles de denuncia fueron similares (y no estadísticamente significativos) en función de la identidad de género, la condición de trans/cis, la orientación sexual y el origen étnico. Las víctimas con discapacidades o enfermedades crónicas eran más propensas a denunciar (15,2% frente a 12,0%, p < 0,01), y las denuncias aumentaban de forma subestatal con la edad (p < 0,01).

Los resultados de este estudio muestran que, tanto entre el personal como entre los estudiantes, las personas que denuncian la violencia de género tienden a verse más afectadas por consecuencias académicas adversas. Para el personal, la denuncia se asocia con un aumento de 0,041 puntos (p < 0,01), aunque es menor para los estudiantes con 0,020 puntos (p = 0,011). La confianza en la respuesta institucional cuando se notifica un incidente está negativamente relacionada con las consecuencias académicas adversas.

Agregan, además, que el abordaje de la violencia en entornos académicos exige más que ajustes de procedimiento; se requiere un cambio holístico en la cultura, las normas y las estructuras de poder institucionales. La observación de que la confianza en las respuestas institucionales puede mitigar las consecuencias académicas adversas sugiere que la mera existencia de estructuras y políticas formales no es suficiente (Humbert & Strid, 2024, p. 13).

Asimismo, resulta fundamental considerar no solo el diseño de las políticas institucionales para la atención de la violencia de género, sino también la manera en que estas son implementadas, comunicadas y percibidas por la comunidad universitaria (Humbert & Strid, 2024). La efectividad de dichas políticas no depende exclusivamente de su existencia formal, sino de su apropiación y comprensión de quienes forman parte de la institución.

En este sentido, la legitimidad institucional se configura como un elemento clave para el adecuado funcionamiento de los mecanismos de prevención, atención y sanción. Si las personas que denuncian no confían en las autoridades universitarias, y si estas carecen de legitimidad ante la comunidad, se corre el riesgo de generar respuestas adversas, como la revictimización, el silencio o la desconfianza generalizada hacia el sistema, lo cual debilita gravemente la capacidad de la institución para enfrentar la violencia de género de manera efectiva.

2.2. Más allá de la Ley General de Educación Superior

La promulgación de la Ley General de Educación Superior (LGES) en abril de 2021 marcó un hito valioso en el reconocimiento legal de la violencia de género como un problema estructural dentro de las instituciones de educación superior en México. Esta ley, en su artículo 44, establece con claridad que las universidades y demás instituciones del sector deben implementar mecanismos para prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia de género, garantizando condiciones de respeto, seguridad e igualdad para toda la comunidad universitaria. Asimismo, mandata la existencia de protocolos institucionales, unidades especializadas y procesos de formación orientados a construir una cultura de igualdad sustantiva.

Entre los elementos más relevantes se encuentran:

·       La obligación de contar con protocolos integrales, actualizados y accesibles, que incorporen una perspectiva de derechos humanos, género e interseccionalidad.

·       La creación de unidades o instancias con autonomía operativa para la atención de casos de violencia de género.

·       La capacitación continua para personal docente, administrativo y de autoridades, en temas de igualdad y prevención de la violencia.

·       El diseño de acciones afirmativas que promuevan entornos libres de discriminación y acoso.

A pesar de que en el marco normativo actual existen avances significativos, como lo establecido en la LGES, la realidad cotidiana en las universidades evidencia una brecha importante entre la ley y su aplicación efectiva. La LGES también señala que dichas instituciones deben contar con mecanismos institucionales especializados, protocolos actualizados, espacios seguros y procesos formativos que promuevan la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres, además de garantizar el acceso a una educación libre de violencia. No obstante, como se ha señalado, estas medidas suelen ser implementadas desde una lógica meramente formalista y reactiva, muchas veces impulsadas por la presión social o mediática, más que por una convicción real de transformación institucional.

El cumplimiento de la ley, en este contexto, se vuelve superficial, se redactan protocolos, se crean unidades de género y se enuncian discursos institucionales que aparentan compromiso, pero no alteran las jerarquías simbólicas ni el poder real que sustenta la violencia. Como advierte Segato (2016), la violencia no se elimina con la mera existencia de normas, sino que requiere desmontar los “pedagogos del poder” que operan en las prácticas, discursos y relaciones cotidianas. Mientras las universidades no cumplan a cabalidad con los principios de la LGES y sigan abordando el problema desde una perspectiva técnico-administrativa, el riesgo es que la ley se convierta en una herramienta de simulación más que de transformación.

Asimismo, la LGES contempla la necesidad de garantizar el derecho a una vida libre de violencia como un componente esencial de la calidad educativa. Esta disposición obliga a repensar profundamente el proyecto pedagógico universitario, no solo como transmisor de conocimiento, sino como espacio de reproducción o transformación de las desigualdades estructurales. Sin embargo, muchas universidades aún no asumen esta responsabilidad como parte de su misión institucional, lo que perpetúa una desconexión entre el marco legal y la práctica educativa cotidiana.

3.     HACIA UNA TRANSFORMACIÓN ESTRUCTURAL: MEDIDAS PARA ROMPER LA SIMULACIÓN INSTITUCIONAL

A pesar del creciente reconocimiento público del problema de la violencia de género en las universidades, muchas autoridades institucionales han adoptado una lógica de simulación en su forma de abordarla. Esta simulación se expresa en acciones que, como señalamos anteriormente, tienen buenas intenciones, pero son poco eficaces. En lugar de generar transformaciones estructurales, estas acciones responden a una lógica de gestión del conflicto, se implementan para contener el malestar social, proteger la imagen institucional o cumplir con exigencias normativas, sin comprometer las estructuras de poder existentes.

Como advierte Segato (2016), en estos contextos, el lenguaje de los derechos puede convertirse en una herramienta de administración del problema más que de transformación. Las universidades adoptan un discurso aparentemente progresista sobre la igualdad de género, mientras mantienen estructuras jerárquicas y relaciones verticales que permiten o incluso encubren prácticas de hostigamiento, acoso y violencia. Se toleran casos, se minimizan testimonios, se revictimiza a las denunciantes o se les disuade de proceder formalmente. Como resultado, la violencia no desaparece, simplemente se desplaza hacia nuevas formas de invisibilización.

En esta situación, hablar de simulación institucional no es una acusación aislada, sino una descripción de la forma en que opera el patriarcado institucionalizado en el ámbito universitario. La adopción superficial del discurso de género se convierte en una estrategia de legitimación, no de transformación. Mientras no se cuestionen los valores, prácticas y estructuras que sostienen la violencia —incluyendo la impunidad, el silencio y la obediencia jerárquica—, cualquier política de género corre el riesgo de ser cooptada por el mismo sistema que debería combatir.

Superar la lógica de simulación que caracteriza muchas de las respuestas institucionales frente a la violencia de género en las universidades exige más que protocolos y comisiones; requiere una transformación profunda de las estructuras de poder, cultura organizacional y prácticas cotidianas que reproducen desigualdades. Para lograrlo, es necesario adoptar una perspectiva integral, crítica y feminista que no solo atienda los efectos de la violencia, sino que cuestione sus causas y condiciones de posibilidad.

1. Autonomía real de las unidades de género

Las instancias encargadas de atender la violencia de género deben contar con autonomía operativa, técnica y presupuestaria, así como con mecanismos de rendición de cuentas independientes. Esto implica que no estén subordinadas jerárquicamente a las autoridades que podrían estar implicadas en casos de violencia o que tengan intereses en silenciar denuncias. Tal como señala Buquet (2016), sin independencia, estas unidades pierden credibilidad y capacidad de acción.

2. Profesionalización del personal y perspectiva interseccional

La atención de la violencia no puede recaer en personal no capacitado o improvisado. Se necesita formación especializada, ética y crítica, que incorpore enfoques interseccionales para reconocer cómo el género, clase, etnia y edad se entrecruzan en la experiencia de la violencia. Las universidades deben vincularse con expertas externas, colectivos feministas y organizaciones de la sociedad civil para fortalecer capacidades institucionales desde fuera del sistema que reproducen.

3. Democratización de las estructuras universitarias

Muchas prácticas de violencia se sostienen en relaciones jerárquicas verticales y autoritarias, propias del modelo académico tradicional. Democratizar la vida universitaria implica cuestionar la concentración del poder, promover la participación en forma activa de estudiantes, trabajadoras y docentes en la toma de decisiones, y garantizar condiciones de igualdad para mujeres en puestos de liderazgo, sin que su presencia sea simbólica o instrumental (Buquet, 2016).

4. Evaluación externa e independiente de los protocolos

La efectividad de los protocolos debe ser evaluada regularmente por organismos externos e independientes, con criterios cualitativos y cuantitativos que incluyan el grado de satisfacción de las víctimas, el nivel de sanción efectiva y los cambios culturales en la comunidad universitaria. No basta con aplicar encuestas o contar denuncias; es necesario evaluar transformaciones reales en las dinámicas institucionales.

5. Revisión crítica del currículo y del modelo pedagógico

La erradicación de la violencia requiere intervenir en el modelo formativo de las universidades, incorporando contenidos que cuestionen las lógicas patriarcales, los estereotipos de género y el modelo de autoridad vertical. Esto implica promover una pedagogía feminista, basada en el diálogo, la horizontalidad, el respeto y la justicia social, tal como propone Segato (2016), para desmontar la pedagogía de la crueldad y construir una pedagogía del cuidado.

6. Reconocimiento y reparación para las víctimas

Las universidades deben establecer mecanismos claros y accesibles de reparación simbólica, emocional y material para quienes han sido víctimas de violencia. Esto incluye el reconocimiento público del daño, disculpas institucionales, acompañamiento psicológico y garantías de no repetición. El silencio institucional o la minimización de las denuncias constituyen una forma más de revictimización y deben ser erradicadas.

Estas medidas no constituyen un recetario, sino una hoja de ruta ética y política que exige compromiso, valentía institucional y escucha activa a las voces feministas. Las universidades están llamadas a ser espacios de pensamiento crítico y transformación social; no pueden seguir siendo territorios de impunidad patriarcal. Como bien señala la Ley General de Educación Superior (2021), la igualdad sustantiva no es un ideal abstracto, sino un mandato legal y ético que debe traducirse en políticas concretas, efectivas y transformadoras.

4.   DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES

El análisis de la violencia de género en el ámbito universitario evidencia que no se trata de hechos aislados ni de simples desviaciones individuales, sino de un fenómeno estructural profundamente arraigado en las lógicas patriarcales que organizan el funcionamiento institucional. Las universidades, lejos de ser espacios neutrales del saber, reproducen desigualdades históricas de género mediante jerarquías simbólicas, relaciones verticales y prácticas normalizadas de exclusión, hostigamiento y silenciamiento. Como lo han planteado autoras como Rita Segato (2016) y Ana Buquet (2016), la violencia no solo se manifiesta en actos concretos, sino también en la organización misma del poder, la autoridad y el prestigio académico.

Pese a la implementación de protocolos y políticas institucionales, los avances han sido en gran medida insuficientes y, en algunos casos, simulados. Las medidas adoptadas tienden a centrarse en la gestión administrativa del conflicto y en la protección de la imagen institucional, más que en una transformación real de las estructuras que posibilitan la violencia. Esta disonancia entre el discurso institucional y la práctica cotidiana reproduce la impunidad y genera desconfianza entre las víctimas, quienes con frecuencia recurren a la denuncia pública como único medio para ser escuchadas (Barreto, 2017).

En este contexto, es urgente transitar de una respuesta meramente formal a una política de transformación estructural. Esto implica revisar críticamente el orden de género universitario, democratizar las relaciones de poder, garantizar la autonomía de los mecanismos de atención, y repensar el currículo y las formas pedagógicas desde una perspectiva feminista. La Ley General de Educación Superior (2021) ya establece la obligación de promover la igualdad sustantiva y erradicar la violencia de género como principios rectores de las instituciones; sin embargo, su cumplimiento efectivo depende de la voluntad política y del involucramiento activo de toda la comunidad universitaria.

Por ejemplo, en las conclusiones del estudio de Lorenza Villa-Leve (2025) titulado “Aspiraciones y violencias de género en las universidades mexicanas”, señala que las principales expresiones de violencias de género vividas y percibidas por las mujeres universitarias son hostilidad, acoso, inferiorización o devaluación, discriminación, comentarios y chistes sexistas.  Ante tal panorama, la autora argumenta que la universidad ha sido incapaz de inhibir las violencias de género, impactando de manera importante las oportunidades futuras, restringiendo su posibilidad de imaginar un futuro distinto a las marcadas por las normas y reglas patriarcales, limitando sus aspiraciones profesionales.

En relación con los protocolos, tema abordado a lo largo del presente trabajo, la investigación realizada por Ramírez (2025) evidenció que el 54 % de los estudiantes de la Licenciatura en Derecho de un centro regional de la Universidad de Guadalajara, en el estado de Jalisco, desconocen el Protocolo para la Prevención, Atención, Sanción y Erradicación de la Violencia de Género de dicha universidad. A pesar de las actividades de difusión y promoción implementadas, persiste un alto porcentaje del alumnado que no está familiarizado con dicho instrumento institucional. No obstante, es importante señalar que la existencia de protocolos no garantiza por sí sola la disminución de la violencia de género ni una atención y sanción adecuadas; para que estos instrumentos sean efectivos, deben ir acompañados de procesos de formación, compromiso institucional y mecanismos de seguimiento y evaluación permanentes.

Es necesario reconocer que la universidad no podrá ser un espacio libre de violencia si no se transforma en su totalidad, en sus valores, en sus formas de ejercer la autoridad, en sus procesos de socialización académica y en su cultura institucional. Este proceso no será cómodo ni lineal, pero es imprescindible si se aspira a construir entornos educativos realmente justos, equitativos y emancipadores. Las demandas feministas que han emergido desde las aulas y los pasillos universitarios no son solamente denuncias, sino también propuestas del mundo. Escucharlas es, también, una oportunidad para repensar colectivamente qué universidad queremos y qué universidad necesitamos.

Este artículo ha mostrado que la violencia de género en las universidades no es un fenómeno incidental ni excepcional, sino un componente estructural del orden institucional que reproduce desigualdades y jerarquías históricas en función del género. Desde el análisis teórico de la violencia como pedagogía del poder (Segato, 2016), hasta las investigaciones empíricas que evidencian la ineficacia de los protocolos actuales (Buquet, 2016; Barreto, 2017), se ha planteado la necesidad de abandonar enfoques superficiales o punitivos que no logran transformar las condiciones que originan y sostienen las violencias.

Las universidades, como espacios que pretenden formar ciudadanía y pensamiento crítico, no pueden seguir siendo reproductoras de relaciones de poder patriarcales, verticales y excluyentes. Las respuestas institucionales han sido en muchos casos tardías, limitadas o marcadas por una lógica de simulación, donde se prioriza la gestión del conflicto sobre la reparación del daño y la prevención estructural.

Tal como establece la Ley General de Educación Superior (2021), la igualdad de género y la erradicación de la violencia deben constituirse como principios rectores de toda política universitaria, lo cual requiere más que declaraciones, exige acciones sostenidas, recursos, voluntad política y transformación cultural.

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Cómo citar (APA):

Guzmán Acuña, J., Inguanzo Arias, B.L. y Guzmán Acuña, T. de J. (2025). Violencia de género en la universidad: el reto urgente de transformarse desde adentro. Revista Educación Superior y Sociedad (ESS), 37(1), 198-213. DOI: 10.54674/ess.v37i1.1043